Diario 21/05/2024

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Fiel al nombre de esta página, no he corregido este pequeño relato. Recuerdo que se lo mandé a una amiga mientras cursaba la maestría y al final me dijo que no le gustaba. Hoy lo he vuelto a leer y, con sus errores, me ha gustado. Quizá no se entienda, soy consciente de esto. Pero quisiera mostrárselo a ustedes porque bueno, no todo lo de un escritor debe de ser perfecto. Si quiero que sea perfecto, no usaría este diario. Este diario es como yo: imperfecto, amorfo. Este diario es un basurero de todo lo que no quiero borrar por completo. Da igual. El texto es un poco largo. Espero que les guste.

I
Semanas antes de mi cumpleaños no controlo mis antojos. A cada momento del día pienso en comida. Voy a la cocina, regreso de la cocina. Hoy encontré sobras de atún en el refrigerador. Lo como en silencio, viendo por la ventana.
—¿Otra vez comiendo? —mamá me llama la atención y da un par de vueltas alrededor de la mesa.
—Nadie más lo va a comer…
—¿Viste mi carnet de extranjería? —me interrumpe.
Niego con la cabeza.
—Se me hace tarde, ¿cocinas tú?
La ignoro esperando un poco de empatía.
—¿Qué pasó? —al fin pregunta.
A un mes de terminar la carrera que en apariencia me apasiona, las dudas aprietan mi pecho.
—No sé qué haré con mi vida —digo.
—Trabaja. Te empeñaste con Literatura, ¿no?
A mamá aún le cuesta pronunciar bien las erres del español.
—Trabajar, trabajar —digo en voz baja, viendo el pato de comida—. Hubiese estudiado Medicina.
Mamá detiene sus volteretas y piensa por un momento.
—Terminarías a los treinta y tres. A esa edad te tuve. Sí te lo dije, ¿no? Tienes las manos de tu ojiichan y él fue médico.
Papá solo veía revistas sobre automóviles y los libros que lee mamá están escritos en un idioma con caracteres que caen desde el lado contrario de la página.
—No sé si me irá bien, eso es todo.
Mamá se quita los lentes.
—Esfuérzate más.
—De pequeño presumías que era un chico inteligente, ¿te acuerdas?
Cuando me enseñaron a leer en el colegio, mentía. En la pizarra: “Mi perro es de color negro.”
—¿Tu… —¿por qué lo encontraba tan gracioso?— ¿El…?
—Mi, César. Eme i. Mi perro es… No tu, no el…
La profesora habrá creído que era un idiota.
—Sí, has cambiado bastante —contesta mamá.
—La vida sería más fácil si fuese —pienso un momento— ¿Si fuese un genio? —¿genio?, qué palabra más estúpida.
—Shikata ga nai ne —dice un poco decepcionada.
No contesto y me llevo otro trozo de atún a la boca.
—La vida es mucho más bonita cuando eres común y corriente.
Bonita, pienso, qué adjetivo tan vago. Mamá cruza el comedor y me coge del codo.
—Cocina para mí también, hay milanesas —y, con una sonrisa piadosa—: Gambatte ne. Espero que no me hagan mucho problema por el carnet —murmura para sí misma.
Voy al congelador por las milanesas. El carnet de extranjería de mamá está atascado entre dos de ellas.
—Común y corriente —digo.
—Común y corriente —me responde el retrato de mamá en la tarjeta—. No lo olvides.
Quizá me parezca más a ella o tal vez seamos completamente distintos. Habrá que ver, quién sabe.

II
En la tarde salgo con T. Paseamos un rato por el parque y, como los otros fines de semana, terminamos en el mismo hostal de siempre. Tiene un novio a distancia. T. dice que me quiere, yo no le contesto. Le leo unos poemas que han dejado de tener un significado para mí. No los recordaré, T. quizás sí. Tenemos sexo de nuevo (hacer el amor me suena tan estúpido); es verano, nos metemos a la ducha. Ignoro sus abrazos bajo el agua y me invento una excusa para salir antes. A veces no quiero verla. A veces imagino que me llevo su ropa de la habitación y la abandono a su suerte.
Mamá se ofendió cuando le conté el tema de T. No le dije su nombre, en caso de que un día se conozcan.
—Eres igual que tu papá.
—Es distinto —le contesté—. Yo no salgo con nadie.
—Entonces eres como la mujer esa.
T. sale del baño, se desliza por las sábanas y se recuesta en mi pecho, buscando perdón.
—Iré un mes de viaje con mi novio —me dice T.
—No es mi culpa —le dije a mamá.
—¿Aho ka? —sí, soy un idiota.
—Te voy a extrañar mucho —la voz de T. proviene desde los extremos del dormitorio, como si nunca hubiera estado conmigo.
¿Ah sí?, quise decirle, pero hay otra persona que extrañarías más, ¿no?

III
El domingo me encuentro con G. y L., amigos de la universidad. Caminamos por un buen rato antes de entrar a un restaurante de comida china. Les cuento sobre T. La esperaré, confieso.
—Payaso eres —dice G.— Un día estarás del otro lado, ¿y qué harás?
—Ese fuiste tú —interviene L.
G. no responde y se lleva la cuchara a la boca.
—Cometemos errores, ¿no? —digo en voz baja—. T. quiere hacer mejor las cosas ahora.
—¿Y tú eres el chico especial? —G. ríe— En caso estés con ella, ¿cómo te sentirías si un día viaja o te dice que estará en una fiesta? De seguro no dormirás.
A parte del exceso de comida, estos días tampoco estoy durmiendo bien. Tres o cuatro horas con suerte.
—Está coleccionando pues —bromea L.—. Un chico de acá, luego de allá. Tú eres el chino de la lista.
—Imbécil —digo.
—Solo han tirado, ¿no?
Sé la respuesta y me avergüenza.
—Mentira, papi —se burla G.— Sí eres el chico especial.
Me quedo callado e ignoro el tema. Terminamos de comer. Por la ventana del local, un señor me observa.
—Ni hao —dice—. Ni hao.

IV
—El libro solo será virtual —me dice la editora—. Si conseguimos medios suficientes veremos si una impresión es viable.
Asiento con la cabeza aunque estemos hablando por teléfono. No sé qué esperaba. Las editoriales no me respondieron y al final mandé el manuscrito de un poemario al proyecto de unos compañeros en la universidad. Creí que sería un paso importante en mi “carrera como escritor” (comillas muy grandes), pero, como ocurre en la mayoría de los casos, estaba equivocado.
—Nos ayuda mucho que hayas nacido en Japón. Tú sabes, la moda asiática, el anime, el kpop…
No lo niego, pero soy más que eso, ¿sabes? También leí Trilce, Canto villano, Consejero del lobo. Los haikus me parecen los peores poemas en lengua española; en japonés están bien, en español preferiría perder el tiempo leyendo a la gente del taller de poesía. Es que no va, no mueve, perdón.
—¿Y el título qué significa?
Supongo que no ayudó el título, ni los poemas, ni el contenido. Todo sugiere que yo mismo me considero aquello que en secreto niego. Pero en teoría, con esa estrategia de márketing, alcanzará a más público. El autor también es un texto abierto a la interpretación.
—En los poemas de César —a veces me cuesta creer que me llamo César— notamos un fuerte carácter por desvelar la identidad del yo poético a través del lenguaje…
¿Y? Todo acto de lenguaje involucra la existencia de una identidad. Es una tautología; la sentencia es tan verdadera que no aporta nada (absolutamente nada) a la interpretación. Identidad es contradicción. I-den-ti-dad. De lo mismo en latín. ¿Lo mismo? Repeticiones, una línea continua de puntos que nos dan forma y nos cosen en torno a una plantilla. Vale más mi apellido, mi nacionalidad, la forma que tienen mis ojos, el color de mi piel. No lo que pienso, no lo que digo. Primero soy lo que parezco, luego lo que escribo.
—Háblanos de la herencia que te dejó la tradición asiática y cómo influenció en tus textos.
La sangre no es un horóscopo, el pasaporte tampoco. Mamá lloraba cuando mis notas en el colegio eran mediocres para sus estándares, ¿eso cuenta? Me golpeaba la mano con una cuchara cuando no usaba bien los palillos, ¿es eso herencia? Cada logro que conseguía me decía: es lo normal. ¿Es eso “tradición asiática”?
—Tu ojiichan estaría avergonzado de ti.
Y después, otro día, otro año:
—Serás un gran médico, ¿verdad?

V
Me escribe U., una chica de la facultad. Me pregunta cómo comprar mi libro. Es una excusa; salimos por un helado. Le gusta el kpop, los doramas y el anime. Sonrío, finjo que me interesa lo que habla.
—¿Y qué tal es Japón? ¿Naciste allá?
En Japón cae nieve. En Japón hay cuatro estaciones. En Japón comen anguila, es mi plato de comida preferido. En Japón hay cementerios entre las casas.
—No quiero ir por ahí… —apretaba fuerte la mano de mamá. Era un niño, cuatro o cinco años—. Hay muertos debajo.
—Acá no los entierran, los creman.
Las tumbas no llevan nada dentro. Una vez que el cadáver es quemado, los sepultureros se pasan los huesos sobrantes uno a uno con los palillos.
—Por eso no hay que compartir la comida así, ¿entendiste?
U. cada vez está más cerca de mí.
—Mi sueño es visitar Akihabara…
Por entonces, a los diez años, estaba obsesionado con un anime y en la casa de mis abuelos, en Tottori, jugaba a que era el personaje principal. Lanzaba puños al aire y hacía soniditos de explosiones con la boca.
—Los japoneses son muy lindos —dice U.— Me gustan sus ojos.
Una noche, en ese viaje a Japón, mamá me dijo:
—Tu ojiichan dice que te ves tonto cuando juegas.
—Los párpados para arriba, japonés —me explica U.— Para abajo, coreano, ¿o era chino?
Para mí todos son iguales, la verdad. Mi abuelo, mi madre, yo. Es lo mismo, ¿verdad? ¿Cómo construir una identidad si somos la repetición de otros?

VI
—Haz el arroz, ¿ya?
Miro a Mamá. Se pinta las canas frente a un espejo.
—¿Escuchaste?
Ajam, claro. No tengo otra opción.
—Ven —me dice—. Píntame donde aún esté blanco que no veo.
Me acerco. Siento el olor dulzón del tinte y tomo el cepillo.
—¿Ya pensaste?
Está T., está el poemario, están los exámenes, está mi futuro. Estoy yo.
—Tanjoubi —me observa por el espejo—, ¿qué quieres hacer?
—Ah, eso —contesto—. Me iré de viaje.
—¿Solo?
No contesto y hago una mueca de indiferencia.
—Dile a G. o a L. para que te acompañen.
—¿Por?
—No viajas por trabajo, no viajas por estudios. ¿Entonces? ¿Por qué solo?
Mamá gira la cabeza. En el movimiento, un poco de tinta salpica el espejo que usa mamá. Le alzo los hombros, ¿qué tiene de malo?
—¿Te pasa algo?
Ya lo olvidó, pienso. Qué importa, ¿no? Qué importa.
—No —me alejo—. Tu cabello ya está. Haré el arroz que tengo hambre.
Mamá sale de la cocina, deja sus cosas como están. Me siento frente al espejo. Hay una mancha de tinte en el reflejo que cubre gran parte de mi rostro. Trato de limpiarla. No se va. Me veo mejor así, con un borrón en la cara.

VII
Me acuesto con U. Ni siquiera me atrae. Me ve como un bicho raro, se nota. Le gusta ese lado de mí que yo detesto. Eyaculo sin placer. Me quiero ir, pero U. me abraza. Lo hace por pena, porque cree que me he ofendido, que me dolerá el hecho de acabar tan rápido. Qué va, qué va. Trata de excitarme de nuevo.
—No importa —me dice con una sonrisita.
Soy precoz y también tengo problemas de erección. Ridículo, ¿verdad? Casi nada me excita, no es como antes.
—¿Es cierto que los chinos la tienen pequeña? —la misma broma de siempre en el colegio.
¿Qué significado tenía responder?
—Es mentira entonces —comenta U.
—¿Qué? —pregunto.
—Que la tienen pequeña.
Ah, eso. Eso. Qué ganas de hacerlo relevante.
—Hay estudios, ¿viste? —argumentaban mis amigos— O sea los urólogos han medido los… —la palabra “pene” estaba prohibida en la boca de los hombres—. Tú sabes. Y los asiáticos están en el último puesto.
Me echo boca arriba y dejo que U. haga todo.
—Ya tiré con L.
—Y yo con O. ¿Tú por qué estás tan callado? ¿Aún no?
Mis amigos hablaban de sus experiencias sexuales a los quince, dieciséis. Mi primera vez fue a los veintiuno. Sí, soy enclenque, pálido, casi amarillo, y me mide diez centímetros con mucha suerte. Por eso tardé tanto, porque yo, más que nadie, le tomaba demasiada importancia.
—Pero si es chino…
Les atrae ese carácter tan débil y sumiso, que sea tímido. Gimo cuando me besan las tetillas y alrededor de la ingle. A veces imagino que me meten el dedo en el culo y que me excita. ¿Es eso una identidad sexual o un fetiche?
—Me duele, para…
—Perdón.
Deseé por tantos años arrancarme la espina de la virginidad que terminé decepcionado. Tenía que demostrar que no era como creían.
—No importa —me dice U., levantándose de la cama— Ya me voy.
Se viste rápido y sale de la habitación. Doy una vuelta y me cubro con vergüenza. Me masturbo. Extraño a T.

VIII
—No le escribas de nuevo.
Le conté a mi editora lo que sucedió con U. No sé por qué lo hice, pero tuve miedo que me delatara. Me siento culpable, sucio.
—¿Qué hiciste luego? —me pregunta.
—Nada. Me dijo que le dolía y paré.
Estoy en medio de un parque. Hay varios niños que juegan alrededor.
—No la presiones, ¿está bien?
—Ya.
Le agradezco por escucharme y cuelgo. Doy unas vueltas cerca y ceno solo. Reviso el teléfono, la fecha. Aún faltan dos semanas para que T. vuelva. Mejor no pensar mucho en ella. Camino, camino. En tres días viajo al interior del país. Será mi cumpleaños. Otro año más, otro año menos.
Un niño juega en el columpio. Está solo, ve a los demás, escucha con cuidado. Unos chicos más grandes se acercan y lo rodean. Me levanto.
—¡Ey! —llamo la atención de los chicos.
El grupo se dispersa.
—¡Vino su papá Fujimori! —gritan y corren.
—¿Estás bien?
El niño llora y se cubre los ojos.
—Sí, gracias —responde en voz baja.
Cuando levanta la cabeza parece que me viera a mí mismo de pequeño. Tenemos la misma forma de llorar: los labios enroscados hacia adentro, sin hacer sonido alguno.
—Vamos, no llores. Ya pasó.
—Es que me molestan mucho.
Shikata ga nai, quiero decirle, no hay remedio. Le doy mi pañuelo.
—Señor —me dice—, usted se parece mucho a mí. Gracias, gracias.
Sonrío.
—¿Cómo hizo para crecer? —una última lágrima cae de su mentón.
—No te apures, yo —tartamudeo—, yo también estoy aprendiendo.

IX
La última vez que estuve en Japón mi abuela y mi tío me llevaron a un restaurante especializado en anguilas. Nos mostraron el animal vivo en una bandeja antes de ser cocinado, como para que recordemos que todo plato de comida involucra un sacrificio. Luego, en una taza, nos trajeron el corazón del pez todavía latente. Era del tamaño de una uña y el movimiento, cada vez más lento, me atrajo de tal manera que ignoré cualquier significado que tuviera este acto. Se servía con un trago de sake, pero como era menor de edad me lo prohibieron. Tenía un sabor agrio, la textura no la recuerdo o quizá no la tuvo.
—¿No te pareció cruel?
—Prefiero el adjetivo curioso, si es que hay necesidad de juzgarlo.
Estoy en un auditorio, a oscuras, y desde la profundidad de los asientos, suena un murmullo de quejas.
—A muchas personas del otro lado del mundo le resultan crueles nuestras prácticas gastronómicas.
Es una pesadilla, lo sé. Lo del corazón de la anguila sucedió, lo del auditorio no.
—Pero usted lo dice con tanto orgullo.
—¿Orgullo?
—¿Apoya también la caza de ballenas entonces?
—¿Qué tiene que ver todo esto con mi poesía?
Despierto. Tomo una ducha. Mi mamá ya está en la cocina, tomando el desayuno.
—Ohayou.
—En Japón cazan ballenas, ¿no?
—¿No te acuerdas que comimos?
Fue en la sección de comida enlatada. Me llamó la atención el dibujo de la ballena y tal vez el exotismo de un animal que nunca había visto. La carne era demasiado roja, casi negra, como si no estuviera cocida.
—¿Así que también comiste ballena?
—Nuestra cultura —¿nuestra cultura?— no es solo el anime y el ramen, por favor.

X
—En la secundaria odiaba leer. Me aburría.
El presentador me observa, esperando que diga algo más. Siento la mirada del público por encima de mis ojos. No son más de veinte compañeros de la universidad.
—¿Pero antes, de niño?
—Cuando me enseñaron a leer me gustaba mentir, ¿es eso importante?
—¿Cómo vas a decir algo así? —me recriminó G. días atrás—. Piensa. Invéntate alguna historia. A la gente le gusta esa mirada romántica de los escritores por muy ridícula que a veces sea.
—Tengo una historia —empiezo a contar.
—Dicen que la literatura los ayuda a superar sus traumas —continuó hablando G.— Quince años escribiendo y siguen igual que cuando comenzaron.
—Cuando íbamos de compras y tocaba hacer la cola y pagar —cuento—, esperaba a mi papá en la sección de libros del supermercado. Un día, tenía seis o siete, una señora, perdón, mejor dicho, una anciana y luego también su hija, se acercan a mí y me abrazan y me besan. Pero me besan bien, muy cariñosas, y me dicen:
—Que lindo niñito, mira sus ojitos.
—Pero si es un muñequito, un chinito.
—Eso me pasó —concluyo—. Los lacanianos quizá puedan interpretarlo mejor, ¿o está muy claro el mito de origen?

XI
Apago mi teléfono. No quiero que nadie me salude por mi cumpleaños. Salgo a un bar.
—¿You speak spanish?
—Sí, sí. El happy hour, por favor. Dos mojitos.
Se siente bien estar lejos de casa al menos por unos días. El alcohol me sube muy rápido y tropiezo cuando voy al baño. Un grupo de amigos, sentado al lado, hablan de mí, se burlan.
—Entiendo español —les digo—. Sí escuché lo que decían.
—Perdón, perdón —dice una chica—. Es que no sabíamos que…
Lo sé, lo sé. No me lo tomo a mal. Conversamos un rato. Celebran que una de ellas se casará el mes siguiente.
—Qué suerte has tenido, amiga. Hoy ya no se encuentran hombres tan comprometidos.
Termino mi segundo mojito.
—¿Y tú por qué estás acá?
—De viaje. Quería conocer el lugar.
—No mientas —ríe una de ellas.
Pienso en T., pienso en el libro que publiqué, pienso en… ¿En qué más? No debería tomar tanto.
—¿La ex? ¿O el ex?
No tiene sentido contestar. Saben la respuesta. Bebo de más. Estoy ebrio.
—¡Seré el mejor poeta del siglo XXI! —grito— Le demostraré al mundo que a pesar de mi… Que a pesar de mi apellido, escribo mejor que todos. ¿Entendieron? ¿Qué les importa si soy de Japón o de Perú? Lean mis malditos poemas y ya, eso es suficiente…

XII
Me levanto temprano y desayuno en el hostel. Por suerte la resaca no es tan dura. Poco a poco recupero las energías. Prendo de nuevo el teléfono. Mamá y papá molestos. No importa, en un momento contesto. Paseo por la plaza principal y visito museos en lo que queda de la mañana. Antes del almuerzo, sin previo aviso, T. me llama.
—¿Qué pasó? —digo, medio alegre, medio confundido.
—¿Qué te pasa a ti? —me confronta.
Alzo la mirada y trato de no ver lo obvio.
—Me llamaste ayer en la noche. Por suerte estaba sola.
No recuerdo nada.
—Perdón, tomé de más ¿Dije algo?
—No contesté.
—Bueno, mejor.
—Sí.
—¿Y cómo estás? —le pregunto después de una pausa.
—No vuelvas a hacerlo.
Me cuelga. Veo la pantalla del teléfono por un buen rato. Regreso al hostel y echado en la cama le digo al techo, en una voz muy baja:
—Feliz cumpleaños, César.

XIII
Pasó el tiempo, terminó el año. No volví a hablar con T. luego de aquella discusión por motivos que nunca confesaré. Al libro le fue bien; reseñas, primera edición impresa. No me quejo. Conseguí un trabajo que no va nada mal. Estoy tranquilo o, al menos, hago lo mejor para estarlo.
—¿Y T.? —me pregunta G.
Estamos de nuevo en un restaurante chino. A mitad del plato estoy lleno: los antojos desaparecieron.
—No sé, me bloqueó de redes sociales y todo ese rollo.
G. me mira con un poco de pena.
—Las parejas hacen planes y cuesta soltar a alguien cuando se ha invertido tanto tiempo en…
—Ya sé. Cállate, no importa.
Observo por la ventana.
—Ni hao —murmuro—. Ni hao.
Damos unas vueltas hasta que oscurece. Nos despedimos. Voy al hotel donde fui con T. Me piden la identificación. Tanteo mis bolsillos. No está. El joven en la caja me estudia.
—Eres tú de nuevo. ¿Otra vez solo?
Asiento con la cabeza.
—Bueno, sube —me da las llaves—. El mismo cuarto que el viernes.
En la cama tomo el celular. Veo el número de T. Lo borro. Marco a mamá, pero cuelgo antes que conecte la llamada.
—¿Te acuerdas cuando presumías que era un chico inteligente?
—Sí. Has cambiado bastante.
Abrazo la almohada, junto las piernas.
—Somos muy diferentes, tú y yo, el abuelo. Al fin lo entiendo. Me costó, no es tan fácil.
T. sale del baño y se echa al lado mío.
—Perdón.
Si no hay nada que perdonar. Ya pasó, ya pasó.
—Es que debe de ser duro para ti, ¿verdad?
Suficiente. Alzo los hombros. No importa, cállate. Me tiro al piso y enciendo el televisor. Hay un canal japonés y muestran un informe sobre un restaurante donde preparan un sashimi de tal manera que el pez continúa vivo incluso cuando lo han troceado. Nada en la pecera y continúa su rumbo entre los demás de su especie. Shikata ga nai. Hasta un animal lo entiende.

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